Son unas 250 las bodegas que elaboran coñac, aunque solo existen media docena de grandes. En sus cavas, el aguardiente obtenido de la uva blanca por doble destilación envejece en unas barricas de roble durante un mínimo de dos años y medio.
Ya el mero paisaje es una pócima estimulante. Dulces colinas cubiertas de viñedos, valles discretos jalonados de iglesias románicas y regados por el río Charente, uno de los grandes del país. Su caudal perezoso vivifica riberas y se deja cabalgar, enlaza nobles ciudades como Angulema, Cognac o Saintes, y arrastra las gabarras afanosas hasta el océano: allí donde arranca la aventura marina y colonial de Francia.
Pues no, no aparece Obélix por ninguna esquina. Muros y medianas ocupados por héroes y villanos escapados de algún tebeo, pero el héroe gordinflón de las Galias no se digna asomar sus michelines. Los nombres de las calles lucen embutidos en bocadillos o globos de cómic. Los autobuses van ilustrados, o sea, pintarrajeados. Y la arteria principal no lleva ningún nombre de rey, poeta o excelso patriota sino el del dibujante Hergé, el creador de Tintín (que, para colmo, era belga).
Estamos en Angulema, la ville dessinée (bande dessinée es cómic, en francés). Hace cuarenta años, mucho antes de la fiebre asiática del manga, les dio a estos probos ciudadanos por montar un Festival des Bandes Dessinées. Y la cosa resultó. Tanto, que enseguida tuvieron que crear un Centre National de la Bande Dessinée et de l’Image, una École Superieure de l’Image y otras ocurrencias. Como, verbigracia, pintar medianas de edificios. Eso fue en 1992, pero un lustro más tarde pensaron que era una pena que el tiempo diluyera tales dibujos; así que decidieron que una empresa especializada se encargara de trasladar a los muros (con garantías de resistencia) diseños expresamente concebidos por algún dibujante célebre para un lugar exacto, integrando la pintura en el entorno urbano.
Hace cuatro años se inauguró el nuevo museo del cómic, dentro de una especie de cité que está conformada por varios edificios con talleres, biblioteca, salas de exposiciones temporales…
La ciudad del cómic
Entre la veintena de murales que derraman bosques o florestas fabulosas por los rincones y el normal crecimiento y ajetreo de los tiempos modernos, la vieja ciudad de Angulema ha quedado, paradójicamente, desdibujada. Al menos con respecto a lo que fue hasta hace no tanto: una plácida ciudad de provincias. Casi un prototipo. Hasta el punto de que el mayor escritor francés del siglo XIX, Honoré Balzac, la utilizó para idealizar sus “scènes de la vie de province”: lo hizo en dos novelas, Illusions perdues y Splendeurs et misères des courtisanes. Sobre todo en la primera, folletón en tres partes acabado en 1843.
Balzac había estado en tres ocasiones en Angulema, unos diez años antes. Y había clavado la radiografía espiritual de la urbe provinciana. Una ciudad claramente dividida entre la parte alta, ville haute, y la ville basse, que en este caso era (y es) el barrio o faubourg de l’Houmeau. Arriba, los ricos; abajo, los pobres: “sommet, aristocrates; rues basses, artisans”. Pero nadie busque más en las páginas de Balzac, no entra en detalles ni descripciones ni historias: para él Angulema es un mero plató. Por cierto, la novela fue llevada al cine en 1966 por Maurice Cazeneuve, un clásico.
Un tesoro románico
Además de acrópolis añeja, Angulema es en la obra de Balzac un camino y una fábrica de papel. Esto último casa bien con el perfil adoptado últimamente de ciudad del cómic. Y uno de los antiguos molinos es ahora un espléndido museo del papel. Lo otro, la condición de camino, no la inventó el escritor: es algo que venía de lejos, de la fiebre peregrina del medievo. Por Angulema pasaba uno de los ramales del Camino de Santiago que hollaban los devotos procedentes de París (y llegados hasta la capital desde toda Europa).
Aunque algunos monasterios o iglesias hayan ya desaparecido (ciertas plazas ajardinadas son huella de antiguas huertas monacales), queda la catedral. Una joya del románico, que muestra aspectos singulares, como la rara solución de cubrir su nave central con bóvedas circulares, en vez de la habitual bóveda de cañón. Pero lo más asombroso está fuera, en la fachada. Un auténtico retablo de piedra. Un cómic medieval, podríamos decir, donde el Juicio Final se dibuja con la caliza lechosa (calcaire blonde) formada por el polvo de conchas fósiles, de cuando aquellos pagos eran fondo de pantanos cretácicos.
Hay algo curioso. Es una especie de friso o bande dessinée en la parte derecha; allí se representa la toma de Zaragoza por parte de Rolando, que mata al moro Marsilio, seguido por un fiero obispo Turpin al cual ni se le inmuta la mitra en el fragor de la batalla. El hecho fue contemporáneo casi del alzado de la fachada (1118). Si es que sucedió, pues la leyenda forma parte de la saga romancesca de Rolando, que los peregrinos jacobeos colaron en la Península. Y que recoge Cervantes en el capítulo XXVI de la segunda parte del Quijote: “Miren también cómo aquel grave moro que está en aquellos corredores es el rey Marsilio de Sansueña (…) que así se llamaba entonces la que hoy se llama Zaragoza”. Manuel de Falla convirtió el episodio en nudo de su genial pieza El retablo de Maese Pedro.
Hay que advertir que tanto la fachada como el templo en general fueron severamente restaurados en el siglo XIX. De ello se encargaron dos arquitectos que se llamaban exactamente igual, Paul Abadie: eran padre e hijo. Los mismos que en París levantaron las cúpulas bulbosas y carnales del Sacré Coeur (las cuales, por cierto, eran corrientes en esta región, pero en París resultaron un escándalo, una obscenidad). Los Abadie, aparte de meter alguna morcilla en el tímpano de la catedral, restauraron el castillo, ahora convertido en Ayuntamiento. Y levantaron el Mercado, una copia en pequeño de Les Halles de París –derribadas al construir el Centro Pompidou: quien no llegara a tiempo de ver aquel emblemático estómago de París (Balzac), puede hacerlo a través del filme de Billy Wilder Irma la Dulce… o conformándose con estas Halles de Angulema–.
Autopista fluvial
La acrópolis de Angulema está abrazada por un río, el cual movía los molinos fabricantes de papel (aún funciona uno, en Puymoyen, a una legua escasa). Un río del que dijo Francisco I: “La Charente est le plus beau ruisseau du royaume de France”. Vaya por Dios, quiso echar un piropo y soltó un insulto. Porque en francés hay tres clases de ríos: el ruisseau es un arroyuelo, la rivière es un quiero y no puedo, y le fleuve, en masculino, es un río macho como Dios manda. Caudaloso, solemne. Como el Charente, que da nombre a dos departamentos (Charente y Charente-Maritime) e incluso a la región (Poitou-Charentes).
“Les fleuves sont des routes qui marchent”, decía Pascal (“los ríos son carreteras que andan”). Eso es el Charente. Navegable en más de 170 kilómetros; eso sí, salvando más de veinte esclusas que hay que accionar a mano. Ahora solo navegan embarcaciones de recreo. Pero en los buenos tiempos este cauce era una auténtica autopista por donde circulaban preciosas mercancías: vino, sal, papel, telas, piedra… incluso, más tarde, café y especias, toneles o cañones. Las gabarras eran muchas veces arrastradas a la sirga por mujeres; los hombres andaban por los campos y viñas, o por los mares perdidos.
Pueblos y abadías
Ahora los intrépidos argonautas pueden incluso pilotar ellos mismos una gabarra de alquiler (los requisitos son mínimos). Por cierto, más de medio millar de españoles (catalanes, sobre todo) se apuntan cada temporada. El punto de partida es Jarnac, de donde salió la última gabarra de verdad; fue en el año 1936, la barca se llamaba La France y había sido construida en St.-Simon, pueblo próximo donde puede visitarse La Maison des Gabarriers. Luego el ferrocarril dejó obsoleto el tráfico fluvial. Pero en 1988, guiándose por unos toscos grabados en piedra del embarcadero, un par de compadres reconstruyeron una gabarra típica, bautizada significativamente como La Renaissance. Y ahí renació todo de nuevo. Al placer del paisaje y la fronda de ribera (que recuerda a las telas impresionistas de Auguste Renoir, o las películas de su hijo Jean) se puede sumar un alto para ver pueblos, iglesitas románicas o la soberbia abadía de Bassac y su museo.
Cuando se arriba a la ciudad de Cognac, uno presiente enseguida que se encuentra en un lugar especial. Un enclave con historia, aristocrático, de ricos. Lo pregonan cultivos mimados y mansiones realmente suntuosas. ¿Cuántos millonarios se celan entre los 20.000 vecinos de Cognac (40.000, si se cuentan los catorce pueblos de la mancomunidad)? Nadie aventura una cifra, pero deben de ser muchos. A pesar del aspecto renegrido de sus mansiones. Que las casas de Cognac aparezcan tiznadas, por más que las lustren, es culpa de un hongo, el torula compniacensis, que se forma por los vapores del alcohol mezclados a la humedad. Decían, y no es cosa de tomárselo a broma, que el torula era un espía del gobierno: para saber en qué casas se destilaba y, por ende, había impuestos frescos que recaudar…
La sala de Leonardo da Vinci
Lo primero que conviene hacer en Cognac es visitar su centro de acogida, donde se ofrece una visión general sobre la región, su historia, su arte, el montón de reclamos; y que está pegado a un museo sobre el tema específico del coñac o cognac (ambas formas autoriza la R.A.E. para el brandy local, y solo para él). Una colección de pintura puede verse en un palacete absorto en un parque céntrico.
En cualquier caso, habrá que dirigirse antes o después al castillo de los Valois. Más por su valor histórico y sentimental que artístico. Pues allí nació en 1494 nada menos que Francisco I, el rey que permitió la entrada en Francia del tsunami del Renacimiento. Aunque el monarca no se crió aquí, sino a orillas del Loira, en el castillo de Amboise; y fue en otro castillo próximo, el de Cloux (actual Clos Lucé), donde instaló al viejo Leonardo da Vinci, quien, según una leyenda, murió en sus brazos.Leonardo diseñó para Francisco I la Salle des Gardes del castillo de Cognac; lo cual demuestra que el italiano era un buen arquitecto, además de pintor, inventor visionario y cocinillas (entre otros muchos artilugios inventó una , o una cortadora de puerros que, finalmente, fue utilizada como máquina de guerra para triturar las patas a los caballos).
El castillo de Cognac, por donde también zascandileó Voltaire, cayó en desgracia con la Revolución Francesa; fue desmantelado y puesto a la venta; lo compró, en el año 1795, el barón Jean Baptiste Antoine Otard como almacén para envejecer sus coñacs. Las cavas siguen custodiando las botellas de la firma Otard. Las estancias nobles han sido restauradas y adornadas con figurines que recrean banquetes y lances palaciegos.
Fiebre modernista
Las gabarras que llegan a la plácida y provinciana Saintes ya no se topan con el puente romano que franqueaba el río. Con la fiebre modernista del siglo XIX se lo cargaron. A la entrada del puente había levantado el emperador Germánico un arco triunfal; cuando el desguace decimonónico era intendente de monumentos de Francia, el novelista Prosper Merimée (el creador de nuestra Carmen) tomó la piadosa decisión de salvar el arco, trasladándolo piedra a piedra hasta el borde ensanchado, en 1843. Las estatuas y sillares romanos que fueron aflorando aquí y allá quedaron recogidos en un lapidario, ahora transformado en Museo Arqueológico. Hay tres museos más, y varias iglesias venerables, y tiendas de aspecto antañón y provinciano, y mercado callejero cada día: Saintes es otro nicho biológico en el cual Balzac hubiera podido perfectamente extraviar las ilusiones de sus personajes.
Lo más grandilocuente de época romana es el anfiteatro construido por el emperador Claudio, bien conservado y capaz de tragarse a 15.000 espectadores. Y es que Saintes, aun antes de la conquista romana, era ya centro importante de la tribu gala de los santones (de ahí el nombre de la ciudad). El círculo se cierra. Echamos a navegar con galos y romanos de papel, y acabamos con el botín de sus piedras. El río Charente ha sido compañero y cómplice, ajeno a épocas, modas, reyes, novelistas o bodegueros. Le espera, a pocos kilómetros ya, el océano retador; la orilla atlántica, aventurera y gloriosa de la Francia épica y marina.
Los ángeles borrachines
Son unas 250 las bodegas que elaboran coñac, aunque solo existen media docena de grandes: Martel, la más antigua (1715); Hennessy, Otard, Courvoisier, Rémy Martin… En sus cavas, el aguardiente obtenido de la uva blanca por doble destilación envejece en unas barricas de roble durante un mínimo de dos años y medio. Mientras madura, una parte del licor se evapora. Es lo que llaman la part des anges, la parte de los ángeles; estos se beben el equivalente a unos veinte millones de botellas al año. Angelitos. El vapor licoroso y la humedad también emborrachan al hongo torula que ennegrece los muros de piedra. El secreto de cada coñac, aparte de su grado de envejecimiento, está en la mezcla de aguardientes que haga el mâitre de chais, auténtico mago responsable del producto final de cada firma. Una vez embotellado el licor, el proceso de maduración se detiene; un buen coñac puede aguantar años, o siglos.
Refugio de peregrinos
También por Saintes (como por Angulema) pasaba un ramal del Camino de Santiago. Los peregrinos hacían alto en el templo singular, dúplice, de Saint-Eutrope: una iglesia inferior (no exactamente una cripta) con otra superpuesta, ambas de estilo románico. A ellas se añadió en el siglo XV una aguja de porte catedralicio, que se puede contamplar desde todas partes. De hecho, este templo ha sido declarado Patrimonio de la Unesco. Para rabia y envidia de la catedral, la pobre. Toda una señora catedral, sí, pero no hay almas suficientes como para justificar el sueldo de un obispo, así que figura como una parroquia llana y rasa. Además, puestos a exigir méritos, hay al otro lado del río una abadía medieval, la Abbaye-aux-Dames, un templo benedictino que comenzó a levantarse en el siglo XI y que está cuajada de santos y figurillas románicos; una preciosidad. Los santones galos estaban, al parecer, predestinados.